Llevamos internamente la dudosa cualidad de sobregeneralizar a partir de nuestras metidas de pata y colgarnos etiquetas que funcionan como lápidas.
En un antiguo monasterio, un discípulo cometió un grave error y a raíz de ello se dañó un sembrado de papas. Los demás esperaban que el Instructor Principal, un anciano venerable, le aplicara un castigo que sirviera de ejemplo. Pero cuando al cabo de un mes vieron que no pasaba nada, uno de los discípulos más crítico le dijo al viejo instructor: “¿Cómo puedes ignorar lo sucedido? Después de todo, Dios nos ha dado ojos para mirar…”. “Claro”, respondió el anciano, “pero también nos dio párpados”.
Si no es cuestión de vida o muerte a veces es bueno hacer la vista gorda, relajar la atención focalizada y dejar que las experiencias ocurran sin ponerle tantas condiciones. Recuerdo una mujer que estaba sentada a mi lado en un viaje por los lagos del Sur cruzando de Argentina a Chile, cuando me dijo en un momento: “¿Usted no cree que esa montaña está muy tirada a la derecha?”. Algunas cosas son como son, y punto.
Sobrevivir a los mandatos sociales. Ser indulgente de tanto en tanto con tu aporreado “yo” y desmontar el terrible arsenal de la flagelación como método para crecer: “¡Date duro!”, “¡Saca callos!”, es ser parte de resistencia. La vida no es un curso acelerado de artes marciales autodirigidas. Cuando te acercas a ti mismo con ternura y autocompasión, con tolerancia y sin autocastigo, todo fluye mejor. Cuando estés cara a cara con el desprecio o el odio hacia tu persona, repite para ti: “Que la paz sea conmigo”. Date la mano y abrázate. Y lo demás, aquello que obrará como un bálsamo, no será un milagro, será tu decisión más íntima de quererte hasta reventar.