Nuestro cuerpo es imperfecto. Eso gritan los cientos de imágenes que nos impactan a diario a través de todos los medios de comunicación. Cada día recibimos con total naturalidad varias invitaciones para perder peso, para aumentar el tamaño de nuestros senos o para estirarnos la piel, todo con el objetivo de adaptarnos al ideal de belleza preponderante.
Nuestro cuerpo, en lugar de ser el resultado de nuestra biología y un fiel reflejo de nuestra trayectoria vital, parece ser tan sólo un lienzo a restaurar, a reconstruir, a mejorar. Creemos que nuestro cuerpo es defectuoso y abrigamos la esperanza de que mejorarlo nos ayudará a sentirnos mejor en nuestra piel. Aunque lo cierto es que no suele ser así. El hecho de poder acceder a perfeccionar nuestro cuerpo no sólo no resuelve nuestros problemas, sino que los exagera, y acaba por convertir el cuerpo en una fuente de sufrimiento. ¿Cómo hemos llegado a este punto? ¿Y cómo romper este círculo vicioso? La clave está en dejar de tratar nuestro cuerpo como si fuera un objeto de exposición.
La trampa es perfecta. Nos venden, y compramos, el cuento de que tener buen aspecto hará que nos sintamos bien con nosotras mismas. La lucha por mejorar nuestro perfectible cuerpo es, al fin, la lucha por nuestra propia felicidad. Como si llegar a poseer un cuerpo “correcto” o “aceptable” fuera la democrática forma de encajar en el mundo de hoy: fácil y al alcance de cualquiera. De esta manera, la insatisfacción corporal no nos alarma, sino que nos llega a parecer tan normal que experimentamos el deseo de tener un cuerpo más perfecto como si fuera un anhelo propio. Que, ciertamente, lo es, aunque sin duda en gran parte promovido por presiones externas. Nos creemos libres para elegir, pero en realidad no lo somos en absoluto.
A causa del culto a la juventud las mujeres no logran abrazar la posibilidad de sentirse poderosas en la segunda mitad de sus vidas”, Rita Freedman
¿El resultado? Millones de mujeres que viven presas de una constante inquietud y con una actitud de vigilancia máxima hacia sus cuerpos. Y no sólo en su edad adulta, sino que esta angustia las afecta prácticamente durante toda la vida, desde la infancia hasta la madurez. El cuerpo ya no es algo seguro u ordinario, sino que se convierte en el continuo centro de atención. Cada mujer esresponsable de su cuerpo y se la juzga por ello, y el hecho de “cuidarse” se acaba transformando en un valor moral: nuestro cuerpo es nuestra tarjeta de presentación, y se muestra como ejemplo visible o bien de nuestro trabajo y nuestra vigilancia, o bien de nuestro fracaso y nuestra pereza. Esta cruel dicotomía acaba por provocar, como no podía ser de otra manera, sentimientos de angustia y una creciente vergüenza corporal que millones de mujeres combaten día a día. Un grave problema que deriva en trastornos de todo tipo y que, sin embargo, consideramos como perfectamente normal. Si aspiramos a que las cosas cambien, necesitamos un punto de vista diferente.
¿Desde qué punto de vista nos contemplamos las mujeres a nosotras mismas? Siempre desde la mirada del otro, siempre desde el punto de vista del observador. Y desde ahí descubrimos que constantemente fracasamos en nuestro intento de cumplir con las expectativas que nuestra cultura exige. Porque nuestra cultura exige absoluta coincidencia con el ideal de belleza preponderante, y para ello ya se encarga de vendernos cuantas imágenes retocadas sean necesarias. Un bombardeo incesante de imágenes falsificadas con Photoshop que se van infiltrando en nuestro campo visual y que reconstruyen la manera en la que nos vemos a nosotras mismas. Gracias a la industria del estilismo diagnosticamos nuestros defectos, para cada uno de los cuales, casualmente, la industria de la belleza tiene una solución. Y, sin embargo, no nos consideramos víctimas de una industria empeñada en explotarnos, sino que nos dedicamos a reparar con fruición aquello que “no está bien”. No es que la imagen ideal sea discordante, sino que es la mujer la que se siente defectuosa por no adecuarse a esa imagen. Y la lucha por obtener un cuerpo que no existe en el mundo real está, naturalmente, destinada al fracaso.
Juzgar nuestro cuerpo sólo desde fuera nos pone el fracaso en bandeja. Porque el éxito consistiría en poder controlar el hambre, el deseo o la edad, cosa humanamente imposible, y cuando no lo conseguimos nos hundimos en la frustración y en la vergüenza. Experimentamos y sufrimos nuestro cuerpo como una amenaza, cuando lo cierto es que estamos considerando el tema desde un ángulo inadecuado: no es que no nos esforcemos lo suficiente a la hora de cuidar nuestro cuerpo, es que nuestra actitud respecto al cuerpo supone un problema ya de inicio. Lo tratamos como un objeto que podemos y debemos perfeccionar, en lugar de tratarlo con el amor y el respeto que merece el lugar que habitamos.
La eterna juventud es una locura que sólo puede abordarse con humor”, Marie Darrieussecq
En resumen, las mujeres hace tiempo que nos enfrentamos a un mundo visual que no hemos creado. Un mundo en el cual nuestros cuerpos son considerados como el enunciado físico de nuestra verdadera esencia como seres humanos. Tal limitación nos conduce, irremediablemente, a vivir nuestros cuerpos como una maldición, nos llena de vergüenza y nos niega el placer de sentir el cuerpo como un espacio de seguridad y confianza en el que habitar. Para llegar a sentirnos cómodas y satisfechas en nuestros cuerpos verdaderos debemos ser capaces de ver más allá de lo que nos vende la industria de la imagen. Debemos aprender que nuestra valía como personas está relacionada, no con nuestro cuerpo, sino con nuestros valores y nuestras actitudes. Y, por supuesto, que esa valía debe estar basada en la propia aceptación y valoración de lo que somos, y no en la aprobación ajena. Nuestro cuerpo es el templo de nuestra alma: respetémoslo, amémoslo, vivámoslo y, sobre todo, disfrutémoslo.
Y tú, ¿odias tu cuerpo? ¿Estás comparándote con las demás constantemente? ¿Te has planteado que podrías llegar a disfrutarlo, en lugar de odiarlo?
Un abrazo bien fuerte,
Maika