La mente humana es conservadora por naturaleza. El cambio asusta, desbarata e incómoda. Cuando algún hecho importante, novedoso o diferente llega al cerebro, se introduce el desorden. La aparente paz y tranquilidad informacional se desequilibra, el nuevo dato pone a tambalear el sistema y la tradición psicológica se ve amenazada por el invasor. A la mente no le gusta revisarse a sí misma, se resiste, se niega, se esconde.
Ella prefiere moverse en la costumbre, en los hábitos, y más en lo conocido que en lo desconocido, aunque este último parezca mejor.
Las modernas investigaciones en psicología e inteligencia artificial han demostrado que la mente funciona con el principio de la economía de la información: cuando el cerebro almacena una creencia, un valor o una teoría, las retiene a toda costa. Es menos gasto proteger lo viejo que aceptar lo nuevo. Somos perezosos y conformistas por naturaleza.
Lo increíble de estos hallazgos es que todas las creencias depositadas en la memoria, independiente de su validez o utilidad, de su racionalidad o irracionalidad, son defendidas por igual. La mente no discrimina conceptos ni ideas: si se guardó en la memoria hay que preservar la información a lo que dé lugar.
Alrededor de los dos años de edad, los niños comienzan a fabricar y a consolidar teorías sobre ellos mismos y el mundo. Si las experiencias de contacto con los familiares y demás personas son saludables, aparecerán esquemas positivos: “El mundo es amable”, “Soy querible”, “La gente no es tan mala”. Si por el contrario, las vivencias son negativas, los esquemas tendrán un contenido malsano: “Soy torpe”, “Nadie me querrá”, “Soy feo”, “Nada lo hago bien”. Una vez instalados, la mente los patrocinará y cuidará todo el tiempo como si se tratara de una cuestión de vida o muerte.
A la tendencia obsesiva de mantenerse fiel a la memoria y defender la experiencia adquirida, se la llama autoengaño. Por ejemplo, evocamos mejor y más fácil eventos que confirman nuestras ideas (los que no concuerdan, los olvidamos). Atendemos más a aquellos estímulos que refuerzan nuestro pensar que los discrepantes. Incluso, podemos llegar a falsear la realidad para confirmar nuestras hipótesis (profecías autorrealizadas). Así somos, si no ganamos empatamos.
Recuerdo un reconocido profesor universitario, cuyo pensamiento era manifiestamente discriminatorio respecto al sexo femenino. “Las mujeres no deberían estudiar carreras técnicas”, decía sin pena alguna. Y para “comprobar” la supuesta supremacía masculina, simplemente exigía mucho más a las alumnas que a los alumnos. Una estafa altamente peligrosa. Manipular los datos para hacerlos coincidir con nuestros pensamientos es el método más utilizado por los humanos para engañarse a sí mismos y a los demás.
No obstante, pese a que la mente se resista y los fanáticos del conformismo prohíban pensar y amenacen con la hoguera, con esfuerzo y perseverancia podemos llegar a modificar muchos de nuestros esquemas inadecuados. Las personas que hacen un culto a la autoridad, que eliminan por decreto la creatividad, el riesgo sano y la inventiva, son víctimas de la costumbre. No hay que momificarse para estar en lo cierto. Debemos aprender del pasado pero no anclarnos a él.
Anthony de Mello decía que los seres humanos nos comportamos como si estuviéramos en una piscina llena de excrementos hasta el cuello y nuestra preocupación principal fuera que nadie levantara olas. La verdadera transformación interior requiere ruptura y reestructuración, es decir, salirse de la piscina. Tumbar para construir. Nada de reformismos tibios o pañitos de agua fría. A la mente hay que confrontarla sin anestesia y de frente. Cuando no le dejamos espacio para la trampa, cuando la obligamos a mirar los hechos tal como son, ella no tiene más remedio que acceder al cambio. Entonces, damos el brazo a torcer, el pensamiento abre una sucursal y la imaginación, audaz e irreverente, hace de las suyas.