A primera vista, el plato se ve poco apetitoso. Lejos de rechazarlo, un número cada vez mayor de madres estadounidenses se comen su placenta después del alumbramiento, con la esperanza de que así producirán más leche o sufrirán menos depresión postparto.
Normalmente, la placenta que nutre al feto durante 40 semanas termina en el basurero del hospital o en los laboratorios, pero la práctica de comerla, llamada ‘placentofagia’, atrae a jóvenes madres alentadas por matronas que alaban sus virtudes curativas.
La placenta, un amasijo de tejidos esponjosos y muy vascularizados que alimenta al feto a través del cordón umbilical, es rica en hormonas y nutrientes, afirman.
Catherine cuenta que, después de parir, se encerró durante tres horas en el baño para cortar algunos trozos de su placenta en cubos grandes y comerlos junto a leche de almendras, miel y arándanos «para disfrazar su sabor». Luego congeló el resto.
Otras la cocinan al horno y preparan con ella lasañas, tacos o incluso trufas de chocolate. «Me pareció buena idea, porque tiendo a olvidarme de tomar mis vitaminas y ese no será el caso con el chocolate», bromeó Melissa, madre de tres niños en Maryland (este).
La mayoría, sin embargo, la consume en cápsulas. Por 270 dólares, Claudia Booker, una matrona de 65 años con el pelo rapado y las orejas tatuadas, seca y encapsula la placenta de sus pacientes. Desde hace seis años, su idea ha sido ayudar a algunas mujeres a atravesar esta etapa después de la cual muchas se sienten como «máquinas usadas».
– Olor a sangre fría –
«Las cápsulas estimulan la liberación de prolactina responsable de la producción de leche», afirma Claudia Booker, mientras prepara placenta en el fregadero de su cocina en Washington. La limpia, la presiona para exprimir la mayor cantidad posible de sangre y luego la dispone en una simple cesta de vapor, como las que usan los acupunturistas. Según ella, durante este período en el que las madres pueden sentir fatiga extrema o depresión, estas cápsulas «participan en la estabilización de los niveles sanguíneos y hormonales».
Mientras habla, su casa se llena de un fuerte olor a sangre cocida. Tras una hora al fuego, Booker corta la placenta en trozos que coloca en un deshidratador durante una noche, luego muele las tiras secas en un molinillo de café y, con el polvo marrón que obtiene, rellena decenas de grageas.
Si bien la ciencia reconoce los beneficios hormonales y nutritivos de la placenta en el útero, no existe ningún estudio científico exitoso que demuestre los beneficios de la placentofagia entre los humanos, destaca Daniel Benyshek, antropólogo de Salud de la Universidad de Nevada (oeste).
Tampoco existe una cifra oficial que dé cuenta de la cantidad de adeptas a esta práctica, que nació en los años ’70 en Estados Unidos pero también tiene sus fieles devotas en Europa y Latinoamérica.
Un estudio hecho a principios del siglo XX y otro de los años ’50 muestran los supuestos beneficios de la ingestión de placenta para la producción y calidad de leche materna, pero los protocolos con los que se hicieron no fueron muy rigurosos y no tienen valor, afirmó Benyshek.
Las mujeres que realizan esta práctica suelen calificar la experiencia como positiva, pero si no se hacen tales sondeos junto a un grupo de control, tampoco son científicamente válidos, porque las madres que comen su placenta están predispuestas a notar sus supuestos beneficios.
Daniel Benyshek afirma que publicará este verano el primer estudio verdaderamente científico sobre el tema, realizado con base en 30 mujeres.