En febrero de 1935, el año del vigésimo quinto aniversario del rey Jorge V, una chimpancé del zoo de Londres llamada Boo-Boo dio a luz a una cría.
Un par de meses más tarde, una niña rubia recibió una réplica de juguete de la recién nacida como regalo de su primer cumpleaños.
Este fue el primer encuentro de Jane Goodall con un chimpancé.
Esta semana, Goodall cumplió 80 años.
En los años que han trascurrido hasta esta fecha, su investigación en una comunidad de chimpancés de Tanzania ha revolucionado nuestra visión sobre estos primates -nuestros parientes más cercanos- y cuestionado ideas arraigadas sobre lo que significa ser humano.
Goodall abandonó su trabajo de campo para convertirse en activista, luchando sin descanso en favor de una actitud más tolerante hacia los animales y el medio ambiente.
Por el camino recibió casi 50 títulos honoríficos, y se convirtió en Mensajera de la Paz de la ONU en 2002 y Dama del Imperio Británico en 2004.
Aunque solo he tenido que cruzar Londres para reunirme con ella, de pronto tengo la sensación de que he llegado al final de una épica expedición, al más puro estilo del explorador Henry Stanley…
«¿Doctora Goodall?» A la vez que alzo el brazo para estrechar su delgada mano, pienso para mí: «Supongo». Pero me lo callo.
La sigo hasta la sala de estar y ella me ofrece amablemente té o café.
Hay un sofá junto a la ventana panorámica y a su lado, como si hubiera sido apartado, un gran libro.
Es The Chimpanzees of Gombe:Patterns of Behavior (Los chimpancés de Gombe: patrones de comportamiento), la obra maestra de Goodall, publicada en 1986.
«Nunca quise ser científica en sí. Quería ser naturalista.»
Jane Goodall
Hojeo los imponentes retratos de los chimpancés de Gombe, muchos de ellos, como David Greybeard, ahora famosos.
Goodall se sienta cuidadosamente en el sofá dando la espalda al deslumbrante sol.
Está haciendo una breve pausa en su ajetreada agenda de viaje de más de 300 días al año, pero no muestra estar cansada aún de este mundo.
Últimamente ha tenido que lidiar con pruebas y correcciones de la actualización de su libro Seeds of Hope cuya primera edición recibió acusaciones de plagio.
No quiero sacar el tema tan pronto en la entrevista, así que le pregunto por su infancia, algo que creo es de vital importancia para comprender a Goodall.
Tras ver una fotografía de la adorable pequeña abrazando a Jubilee, su peluche de cumpleaños, me encanta la idea de que este peludo muñeco influyera en los futuros logros de Goodall.
Sin embargo, ella me corrige.
La primera vez que fue a África, en 1957, nunca se le pasó por la cabeza trabajar con chimpancés, dice Goodall.
Al contrario, tenía un sueño mucho menos específico y más romántico inspirado por los personajes de ficción de los libros que había leído de niña, en particular Doctor Dolittle y Tarzán.
«Nunca quise ser científica en sí», explica. «Quería ser naturalista».
Goodall me cuenta una historia de su niñez que muestra la fijación que tenía en la África de su imaginación.
Como regalo especial, su madre, Vanne, la había llevado al cine a ver su primera película de Tarzán.
Sin embargo, cuando el telón se levantó para mostrar a Johnny Weissmuller en el papel protagonista, la joven Goodall rompió a llorar histéricamente. En el silencio del atrio, se serenó y le dijo firmemente a su madre: «Ese no es Tarzán».
No obstante, cuando describe sus primeras experiencias en África, no suenan tan diferentes de las junglas de sus sueños.
Una tienda de campaña
Poco después de llegar a Kenia, Goodall captó la atención de Louis Leakey, el eminente paleoantropólogo y conservador del Museo Coryndon de Nairobi.
Tras horas de reunión, lo impresionó tanto con su conocimiento de la historia natural que Leakey le ofreció un trabajo. Varios meses después, él y su mujer, Mary, prepararon una expedición a la garganta de Olduvai, en lo que es ahora el norte de Tanzania, y Goodall los acompañó.
El lugar estaba lleno de vida salvaje.
«Había leones, rinocerontes, jirafas… había de todo allí», recuerda con un destello de emoción.
«A menudo pienso que ese fue uno de los momentos más mágicos de toda mi vida».
Fue explorando este ancestral paisaje en busca de restos humanos primitivos y otros homínidos cuando Leakey mencionó por primera vez la idea de establecer un estudio complementario sobre los chimpancés salvajes en el oeste, en la Reserva de Chimpancés del río Gombe, a orillas del lago Tanganica.
Tres años después, en 1960, Goodall entró en la reserva para iniciar su investigación.
Allí solo había habido un intento de estudiar a los chimpancés en su estado natural y el científico responsable «llevaba un séquito de 22 acompañantes», dice Goodall con un dejo de orgullo en su voz.
Durante los primeros meses en Gombe, ella solo estaba acompañada por su madre y un asistente contratado.
«Quería estar sola», explica, «pero no me lo permitían».
«Nunca olvidaré cuando iba caminando por la orilla del lago Tanganica y miré hacia arriba…»
Jane Goodall
Goodall hace una pausa, rememorando aquel período en su mente.
«Nunca olvidaré cuando iba caminando por la orilla del lago Tanganica y miré hacia arriba…»
Allí, en los valles de frondosos bosques que canalizaban los ríos colina abajo hacía la orilla del lago, estaban los chimpancés que había venido a estudiar.
Con la ayuda de un guardabosques que actuó como escolta, Goodall y su madre montaron una vieja tienda de campaña militar.
«Si querías que entrara el aire, solo tenías que enrollar los laterales y sujetarlos con cinta aislante», explica.
«Bueno, el aire entraba, pero también lo hacían las arañas, los escorpiones y las serpientes».
Aunque su madre estaba aterrorizada, «¡Sabes que me dan miedo las arañas!», Goodall se mostraba impávida, subiendo las pendientes para explorar su nuevo hogar.
«Me senté allí arriba y no podía creer dónde estaba. Parecía totalmente irreal».
La imagen que nos ofrece Goodall -una cama plegable junto a una palmera en el claro de una selva bajo una brillante luna, el sonido de los babuinos aullando en la distancia- parece sacada de una novela de Edgar Rice Burroughs.
Me pregunto si la materialización de un sueño infantil tan fantástico le ha ayudado a mantenerse conectada a su juventud, pero de nuevo me corrige.
Lo que la conecta es The Birches, la casa cerca de Bournemouth, en Reino Unido, donde creció.
Cuando no está viajando, Goodall vuelve allí, a «todos los libros de mi infancia, los árboles que escalaba de niña, los acantilados por los que caminaba… así me siento afortunada».
Las herramientas de David Greybeard
Durante su primer período de exploración, a Goodall le costó acercarse a los chimpancés.
Sin embargo, el chimpancé al que llamó David Greybeard le ofreció una inspiración particular, mostrándole un lado de los chimpancés que jamás había sido documentado.
A finales de octubre de 1960, observó a David desde la distancia mientras roía el cuerpo sin vida de lo que parecía una cría de potamóquero de río -una especie de jabalí- una observación que se oponía a la entonces extendida suposición de que los chimpancés eran estrictamente vegetarianos.
Unos días más tarde, Goodall vio a David creando y usando una herramienta para alimentarse de hormigas.
Le pido que describa este momento en detalle.
«Había vegetación en medio y David me daba la espalda… Así que lo que vi fue su mano tomando la herramienta. Vi los movimientos. Y era obvio que estaba comiendo».
Cuando David se retiró, Goodall fue a investigar y descubrió unos tallos largos de hierba por el suelo.
Tomó un tallo y lo introdujo en uno de los estrechos huecos del hormiguero.
La perturbación hizo que las hormigas salieran.
Supuestamente, después los chimpancés las lamían del tallo. Tras posteriores observaciones más claras de este comportamiento, Goodall habló con Leakey sobre su descubrimiento.
«Sabía que era muy importante porque había estado junto a Leakey el tiempo suficiente», explica.
En ese momento, la mayoría de la gente creía que los humanos eran la única especia capaz de crear y usar herramientas.
En respuesta a las observaciones de Goodall de David y otros chimpancés, Leakey hizo la famosa declaración: «Ahora debemos redefinir ‘herramienta’, redefinir ‘hombre’ o aceptar a los chimpancés como humanos».
De pronto me doy cuenta de que Goodall me está mirando, perfectamente recta, con las manos en su regazo.
Se mantiene muy quieta, con sus claros ojos verdes estudiando mi cara mientras espera pacientemente a mi siguiente pregunta. Siento una peculiar y extraña empatía reconfortante que me une a David Greybeard y los otros chimpancés de Gombe.
La condescendencia de la academia
A pesar de la emoción de Leakey sobre los primeros descubrimientos de Goodall, no todo el mundo estaba preparado para aceptarlos.
A finales de 1961, llegó a Cambridge, donde Leakey había usado sus contactos para matricularla en un doctorado, aunque no era algo que Goodall quisiera.
«Solo hice la tesis por Leakey. Nunca había tenido la ambición de ser científica y pertenecer a la academia».
El trato paternalista que Goodall recibió por parte de sus colegas, principalmente hombres, no le hizo apreciar el estilo de vida académico.
Fue criticada por darle nombres y personalidades a sus animales de estudio.
«No les di personalidades, tan solo las describí», argumenta.
El descubrimiento de que los chimpancés usaban herramientas tampoco fue bien recibido.
«Algunos científicos llegaron a decir que yo les debía haber enseñado», cuenta Goodall y se ríe.
«Habría sido fabuloso haber podido hacer eso».
Intento imaginar cómo sería recibir este tratamiento despectivo y sospecho que primero me sentiría enfurecido y después demolido. Pero Goodall no.
Explica que simplemente sabía que ella tenía razón y que sus críticos estaban equivocados. Le pregunto de donde viene esta convicción y como explicación regresa a sus años de juventud.
«Mi madre siempre nos enseñó que si la gente no está de acuerdo con nosotros, lo importante es escucharles. Pero si los has escuchado atentamente y todavía sigues pensando que estás en lo cierto, entonces debes demostrar el valor de tus convicciones».
Rusty, el mestizo
Así que cuando sus colegas de Cambridge le dijeron que no podía decir que los chimpancés tenían personalidad, mente y emociones, se permitió discrepar gracias a Rusty, un perro mestizo negro.
«Rusty me demostró lo contrario. Si pasas tiempo con animales, no vas a traicionarlos quitándoles lo que es suyo».
Descubro que Rusty fue uno de los dos perros que fueron cercanos a Goodall durante su preadolescencia en The Birches.
El otro, Budleigh, era un precioso collie de pelo largo que pertenecía al propietario de la tienda de dulces.
«Los collies suelen ser inteligentes, pero este no lo era», dice Goodall, recordando que Budleigh demostró ser incapaz de aprender a dar la pata.
Sin embargo, un día, mientras Goodall seguía intentando amaestrar a Buds, Rusty, el mestizo (mirando desde la distancia) levantó su pata.
«En ese momento me di cuenta de que Rusty era muy inteligente porque, aunque no le estaba enseñando a él, había aprendido al observarme mientras enseñaba a Buds».
Me sorprende lo siguiente que hizo Goodall: la joven se imaginó en la mente de Rusty, explica, en un esfuerzo por ver el mundo desde su perspectiva y revivió la proeza que había realizado.
No conozco a muchos niños que pudieran hacer eso, sugiero.
Lo piensa un momento. «Probablemente no».
El zoológico
Pero el trato de sus colegas de Cambridge no fue nada en comparación con un simposio sobre primates celebrado en la Sociedad Zoológica de Londres en abril de 1962.
«Hice mi primera presentación científica y estaba aterrorizada», comenta Goodall.
«Practiqué durante horas», dice. «Estaba determinada a no leer y a no decir er o um. He sido fiel a esto desde el principio».
Después de tres días de charlas, la reunión terminó con un discurso de Sir Solly Zuckerman, un anatomista que había estudiado los monos en África y se había convertido en el secretario de la Sociedad y asesor científico del Ministerio de Defensa.
Aunque Goodall había sido bien recibida, Zuckerman aprovechó la oportunidad para lanzar un bombardeo de comentarios dirigidos a la nueva veinteañera.
«Algunos aquí prefieren las anécdotas y lo que debo confesar que veo como ocasionales especulaciones sin consolidar», explicó a su audiencia, como se relata en la biografía de Goodall escrita por Dale Peterson, The Woman Who Redefined Man (La mujer que redefinió al hombre).
«En el trabajo científico es mucho más seguro basar las conclusiones principales y las generalizaciones en un gran conjunto de datos coincidentes que en unas cuantas observaciones aisladas y contradictorias, cuya explicación a veces deja que desear».
Con la mención de Zuckerman, las facciones de Goodall se endurecen un poco y el ritmo de su discurso acelera. Descarta su trabajo sobre monos definiéndolo como «basura».
Es la única palabra negativa que tiene sobre alguien e, incluso así, controla sus emociones antes de que aparezcan.
Este no había sido el primer encuentro de Goodall con Zuckerman.
A finales de 1961, se preparó una conferencia de prensa en el Zoológico de Londres para anunciar sus descubrimientos preliminares y había elaborado un plan para usar esta plataforma pública y pedir una mejora de las condiciones de los chimpancés cautivos del zoo.
«Había una jaula vacía con un suelo de cemento», explica.
En los meses de verano los chimpancés no tenían sombra.
«Hacía un calor abrasador y solo había una plataforma, la otra se había roto, así que el macho se quedaba con esa y la hembra tenía que sentarse en el suelo. Era horrible».
Antes de la reunión, durante una cena con el diplomático Malcolm MacDonald (que la había visitado brevemente en Gombe y pasaría a ser Gobernador General de Kenia en 1963), Goodall compartió su intención de defender el bienestar de los chimpancés cautivos.
«Estaba muy emocionada», cuenta.
Pero MacDonald, con su experiencia como político, vio el fallo: hablar públicamente en nombre de los chimpancés ante un auditorio lleno de gente sería una crítica directa a la dirección del zoo, es decir, a Zuckerman.
«¿Crees que va a permitir que una pequeña jovenzuela que no tiene ni un título le diga que está equivocado?», recuerda Goodall que le dijo MacDonald. «Te crearás un enemigo para siempre y no quieres un enemigo como él».
En lugar de su idea original, Goodall sugirió varios pequeños cambios para el recinto de los chimpancés que mejorarían su bienestar y MacDonald trabajó tras las bambalinas para que fueran implementados.
«Lo que aprendí entonces fue no dejar que la gente quede mal, no intentar hacer algo públicamente hasta que hayas probado todas las formas de hacerlo discretamente. Esto me ha resultado de mucha ayuda», comenta, especialmente en lugares como África y China.
Naturalmente, Zuckerman se llevó el crédito de las mejoras del recinto de los chimpancés. «No me importa lo más mínimo mientras se haga», dice Goodall.
Activismo
La habilidad de tener una visión más amplia puede explicar de alguna forma su éxito como activista.
Ubica su transformación en 1986 y una conferencia sobre chimpancés organizada por la Academia de Ciencias de Chicago que coincidía con la publicación de The Chimpanzees of Gombe.
Para entonces, había pasado más de 25 años en el terreno, completado su doctorado, establecido el Centro de Investigación del río Gombe, se había casado, había criado un hijo y había hecho más observaciones revolucionarias sobre las sociedades de chimpancés, incluyendo conocimientos sobre la comunicación, el sexo, los vínculos entre madre y cría, las guerra intracomunitarias y el canibalismo en estos animales.
Pero a sus 52 años, se había salido de este campo y lo había cambiado por una vida en la carretera.
«Es ridículo, de verdad, cuando lo piensas», dice. «¿Qué pensaba que podía conseguir corriendo por África con una exposición de viejas imágenes ampliadas y trozos de rocas y palos?»
Su foco inicial, facilitado por el Instituto Jane Goodall que había fundado casi una década antes para apoyar su investigación sobre los chimpancés en Gombe, fue atraer atención a la mala situación de los chimpancés de forma más general.
En el mundo salvaje, la destrucción de hábitats, el comercio de carne de animales salvajes y el tráfico de animales suponían amenazas significativas para el futuro de la especie, y todavía lo hacen. «Es horrible».
Incluso ahora, China pide chimpancés y gorilas a los gobiernos africanos para el entretenimiento, me cuenta Goodall. «Sentimos que nuestros refugios, que nos cuestan tanto dinero, ya no son seguros».
Me veo sumergido en un remolino de tristeza, pero Goodall siempre está lista para ofrecer un motivo de esperanza, una palabra que aparece una y otra vez en los títulos de sus muchos libros.
Un motivo que ella llama «la adaptabilidad de la naturaleza». Para ilustrarme, me habla de las reformas agrarias en Tanzania en los años 70 que causaron una deforestación generalizada alrededor de la Reserva de Chimpancés del río Gombe.
«Cuando miré hacia abajo», comenta recordando una de sus visitas, «fue estremecedor ver nuestro pequeño oasis de Gombe… Parecía un desierto: colinas completamente desnudas, sobrecultivadas, más gente viviendo allí de lo que la tierra podía soportar».
Sin embargo, en la actualidad, como resultado del Proyecto de Educación y Reforestación de la cuenca del lago Tanganica, que inició su Iinstituto en 1994, los chimpancés de Gombe ahora tienen «tres o cuatro veces más selva que hace diez años. Se ha regenerado muy rápido. Y tenemos árboles de 9 metros de alto».
Ya me siento mejor.
Animales de laboratorio
Más de medio siglo después de diseñar las primeras mejoras para las condiciones de los chimpancés del Zoo de Londres, Goodall sigue luchando sin descanso en defensa de los chimpancés cautivos.
En los 80, generó inquietudes éticas sobre el uso de los xenotransplantes (transplantes de células, tejidos u órganos entre especies próximas), lo que llevó a la comunidad médica a alejarse de esta práctica.
Más recientemente, ha trabajado con Francis Collins, Director de los Institutos Nacionales de Salud de EE. UU., para eliminar gradualmente el uso de chimpancés cautivos en la investigación médica.
Está encantada de que el senado estadounidense votara para incrementar el presupuesto a los planes de retirada de estos chimpancés. «Estamos empezando a ganar», comenta.
Pregunto a Goodall si está a favor de la prohibición total del uso de los chimpancés en la investigación médica.
«No puedo decir que lo esté. Pero sí que puedo decir que, ética y moralmente, creo que no es correcto usarlos y que es totalmente incorrecto meterlos en jaulas de 1, 5m x 1,5m».
Goodall pone a los chimpancés al frente de un debate mayor sobre el uso de animales de laboratorio.
«Una vez, los científicos dijeron que siempre necesitaremos a los animales para esto, y ahora ya no los necesitamos», dice.
«Si la ciencia realmente se centra en conseguir alternativas… cuando las tiene, son más baratas y normalmente más seguras».
Mr.H.
El tiempo casi se acaba y me doy cuenta de que no le he preguntado por Mr. H., el mono de peluche que viaja con ella a todas partes.
De algún modo, Goodall, la activista, no parece sentirse completa sin él y me pregunto si se puede unir a nosotros.
Mr. H. fue un regalo de Gary Haun, un marino estadounidense que perdió la vista en un accidente de helicóptero a los 21 años y se convirtió en mago profesional, escaló el monte Kilimanjaro e hizo submarinismo, paracaidismo y mucho más.
«Pensó que me estaba regalando un chimpancé de juguete por mi cumpleaños», recuerda Goodall, pero el muñeco tiene cola, así que es claramente un mono.
«Gary», le dijo, mientras guiaba su mano hacia la prueba de su error, «sé que no puedes verlo… pero no tienes excusa».
Durante los últimos 20 años, Goodall ha mantenido cerca a Mr. H. como recordatorio de otro de sus motivos de esperanza.
«El indomable espíritu humano… Ha estado en al menos 60 países conmigo, ha sido tocado por al menos cuatro millones de personas. Pienso que cuando lo tocas, se te contagia la inspiración».
Goodall me invita a tocar a Mr. H., pero en lugar de inspiración, me viene el repentino pánico paternal de que un día pueda llegar a desaparecer.
«Casi lo pierdo en varias ocasiones pero es el original», dice, acariciándolo suavemente.
Una vez lo dejó en lo alto de un teléfono público en un aeropuerto y ya había subido al avión cuando se dio cuenta.
«Tengo que bajar del avión», explicó a la tripulación.
«Van a tener que atarme para mantenerme aquí porque me he dejado mi objeto más preciado fuera», añadió.
Mientras abraza a Mr. H., Goodall mete la mano en su bolso y aparece otro peluche.
«Este es Cow», un regalo que recibió en una visita reciente al estado lechero de Wisconsin.
«Iba a regalar a Cow a un niño necesitado», explica, pero en cambio lo ha convertido en un «portavoz» de los animales de granja explotados.
Mira al juguete y habla de él como si estuviera felicitando a un niño.
«Cow ha trabajado muy duro, ha creado no sé cuántos vegetarianos en lugares como Argentina, donde se vive principalmente de carne».
Me recuerda algo que he leído: que a Goodall, de niña, le encantaba preparar fiestas del té para sus peluches.
Me pregunto si habrá otros peluches que quieran unirse a la charla, pero resulta que Jubilee, el chimpancé de su infancia, está en Alemania, donde se le está haciendo un traje a medida que sujetará las costuras rotas.
Goodall volará a Alemania en unas horas. «Voy a Düsseldorf, después a Viena y luego de vuelta a Múnich… Todavía me asombra».
«Los niños me escriben y me dicen ‘me has enseñado, lo hiciste, yo también puedo hacerlo’. Y por esto tengo que seguir viajando. Porque esto está marcando la diferencia».
Abrazo
Cuando no está viajando, se centra en sus libros. En el último, Seeds of Hope, el periodista Gail Hudson y ella abogan por las plantas.
Pero la primera edición, publicada el año pasado, ha recibido acusaciones de plagio, incluyendo una del periódico The Washington Post, que identificaba «al menos una docena de pasajes copiados sin referencias, o notas al pie de página, de diversas páginas web».
Goodall justifica estos lapsus refiriéndose a su frenético programa de trabajo y su caótico método de toma de notas.
«Supongo que no soy lo suficientemente metódica», dice.
«En algunos casos, miras mis libretas y es imposible saber si lo que hay escrito es algo que me contó alguien o si lo leí en internet».
Le pregunto si ha sido un poco ingenua.
«Sí, puede ser… Ya he aprendido. En el futuro, tendré que ser más organizada incluso si no tengo tiempo», comenta.
«Tendré que asegurarme de que sé quién dijo qué o qué he leído y dónde lo he leído».
Sin embargo, Goodall insiste en que no intentó hacer suyas las palabras de otros de forma intencionada.
«No creo que nadie que me conozca me acuse de plagio deliberado».
En la edición revisada de Seeds of Hope, que será publicada este mes, Goodall y Hudson han realizado pequeños cambios en el texto para responder a sus críticos y han añadido una extensa sección de referencias.
«No creo que haya ningún libro tan investigado como este. La sección de notas del final es casi tan larga como el libro».
Le pregunto si le preocupa que la atención se centre en lo que ha cambiado, en lugar del tema principal.
«Si miramos atrás, ha sido una bendición», dice. «Estoy muy contenta de que, por el bien de las plantas, lo hayamos hecho correctamente ahora. Siento que es un libro del que ahora podemos estar orgullosos».
Y añade: «Francamente, Henry, ¿quién va a querer molestarme deliberadamente?»
Antes de irme, Goodall quiere mostrarme algunos dibujos que hizo de niña.
Estos están reproducidos en Me… Jane, un libro infantil de Patrick McDonnell.
Encuentra una copia entre pilas de libros de o sobre ella y busca la página en cuestión.
Ahí, en una página doble, hay varios bocetos de animales.
El ala de un pterodáctilo sobre el ala de un águila y los perfiles de un gato, un caballo, un cocodrilo, un perro, un chimpancé y un humano, todos comparando sus cerebros pintados cuidadosamente con lápiz rosa.
«No son muy buenos», dice.
He pasado las dos últimas horas en la amable e inspiradora compañía de una mujer que dobla exactamente mi edad.
Pero mientras me muestra sus dibujos, tengo la sensación de que estoy hablando con la Goodall de 12 años.
Por último, cuando levanto el brazo para darle la mano, la rechaza y me ofrece algo mucho más gratificante: un abrazo de chimpancé. Sus delicados brazos me rodean, lenta, abierta y deliberadamente.
Hay algo rotundamente diferente en este abrazo, algo que se quedará conmigo para siempre.
«Los chimpancés no dicen adiós», explica.
Camino hacia la puerta, intentando averiguar qué sacar de esto. Me doy la vuelta para despedirme de nuevo, pero Goodall no responde. Me ha dado la espalda y ya no mira atrás.